Los barrios barraquistas de la capital keniata siguen soportando la losa de las «zonas nativas» que el imperio británico estableció en 1919, y viven a la sombra del lujo y la expansión comercial del que quiere ser el San Francisco africano.
Decenas de coches hacen cola para entrar en el Juction Mall, uno de los centros comerciales más frecuentados por la clase media y las miles de personas expatriadas que residen en la capital keniata. Fuertes medidas de seguridad custodian el edificio, mientras un círculo de jóvenes se lanza a las ventanillas de los turismos ofreciendo pañuelos de papel o un lavado de cristales. A la salida, la clientela comparte comida con quien se busca la vida en el exterior, la mayoría menores de edad provenientes de barrios empobrecidos como Kibera o Kawangware. Es domingo, el día en el que se ejerce con religiosidad la limosna cristiana, un altruismo trivial a la hora de borrar la enorme brecha de clase, tan incontestable como el temor que se respira dentro de edificios como este después de ataques atroces como los perpetrados por Al-Shabab en el Westgate el 2013 o en el hotel Dusit este año.
El miedo y la segregación no son atributos extraños a la sociedad keniata. Como si de un murmullo latente a punto de reaparecer en cualquier instante se tratara, los brotes de violencia poselectoral vividos en 2008 rebrotan en las confusas elecciones de 2017. Otro rumor, el de la exclusión, persiste de forma mucho más obvia y tangible, discriminando sistemáticamente a más del 60% de residentes urbanos del acceso formal a la tierra, viviendas dignas o servicios básicos como la canalización del agua o la electricidad. Con la marginalización y el miedo prácticamente institucionalizadas como estrategias de gobierno, citas como la del activista Boniface Mwangi, «en otros países tienen mafia, en Kenia, la mafia tiene un país», no son nada exageradas. Una lógica que se replica en el ámbito urbano.
El 2009, un informe sobre pobreza urbana de Oxfam calculaba que el 10% más rico de la población de Nairobi acumulaba el 45,2% de los ingresos mientras que el 10% más pobre, solo el 1,6%. La marginalidad afecta a un 60% de residentes que, a menudo, ni siquiera aparecen en los censos y viven en condiciones insalubres y de hacinamiento en el 5% del área metropolitana; mientras que el otro 40% de la población ocupa amplios espacios en barrios debidamente canalizados, casas con jardines o condominios cerrados, enrejados y vigilados que acogen agradables patios con piscinas.
Es más justo hablar de Nairobi como un laboratorio en el que se dibuja
continuamente una identidad urbana y moderna fruto de la enorme diversidad cultural;
a pesar de que urbanísticamente la capital keniata es una ciudad tricolor, heredera
de un triple urbanismo de carácter racial hecho para población blanca, negra e india
Como tantas otras ciudades del Sur Global, Nairobi es una urbe de contrastes. Un núcleo urbano moderno que atrae capital empresarial de los cuatro puntos cardinales mientras concentra más de la mitad de la población en slums o barrios barraquistas. Una ciudad cubierta de verde, parques frondosos –como el Karura Forest– y avenidas que desbordan naturaleza y lujo –como Karen– a la vez que su población inhala uno de los aires más contaminados del continente, fruto de una elevadísima congestión de tráfico, que, como advierte el Banco Mundial, no augura un buen futuro dado que el número de coches en la capital se duplica cada seis años.
Se podría decir que la que fue apodada «la ciudad verde bajo el sol» es hoy una ciudad dual. A pesar de que la realidad es mucho más compleja y no se puede definir con una paleta binaria de blanco y negro, el contraste de riqueza y pobreza sería una buena manera de definir el gris del asfalto que la domina. No obstante, es más justo hablar de Nairobi como un laboratorio en el que se dibuja continuamente una identidad urbana y moderna fruto de la enorme diversidad cultural; a pesar de que urbanísticamente la capital keniata es una ciudad tricolor, heredera de un triple urbanismo de carácter racial hecho para población blanca, negra e india que hoy en día continúa ejerciendo una fuerte influencia en su configuración socioeconómica.
Segregación con escuadra y cartabón
Nairobi nació a finales del siglo XIX como resultado del proyecto británico de explotación colonial en torno a una parada de tren de la línea que unía Mombasa y Kampala, con el objetivo de extraer recursos naturales hacia el viejo continente. Antes de su llegada, el pueblo nómada massai cuidaba las tierras en las que se erigiría la actual urbe –cuyo nombre proviene de una expresión maa que significa «aguas frías»– y pastoreaba sus rebaños entre leones y elefantes. Hoy, la exigua representación de estas especies intenta sobrevivir en un amenazado parque nacional que convierte a la capital en la única del mundo en la que los turistas pueden fotografiar jirafas superpuestas a rascacielos que sobresalen de una nube de contaminación. La pintoresca pero marginada minoría massai es exotizada y llena portadas de guías turísticas como la Lonely Planet, mientras de puertas adentro la exclusión política y económica de poblaciones locales como esta está profundamente arraigada en el ADN nacional.
Según la historiadora Cathérine Coquéry Vidrocitch, desde 1919 el urbanismo de la ciudad adoptó un sistema propio de apartheid, con la delimitación de un centro europeo de negocios y administración, áreas residenciales europeas y cuarteles militares –con normativas que fijaban los tipos de materiales y de construcción permitidos– o con una zona de bazares indios –población que ejercía de peón de la colonia como ingeniera, constructora o trabajadora de la administración–. A la población africana que iba llegando atraída por el fervor urbano desde las zonas rurales, se la desviaba a «zonas nativas», a las tierras del este de la ciudad, las denominadas eastlands: barrios provistos de trabajadoras sexuales que ofrecían sus servicios a chicos jóvenes empujados por el sueño de una vida próspera, superando los sistemas precoloniales. Hoy, estos emplazamientos son el hogar de extensos barrios informales o barriadas no planificadas con carencia de servicios como la recogida de basuras, habitáculos precarios e insalubres, dominados por la economía sumergida y vulnerables a constantes desalojos forzosos impuestos por la «ciudad formal» o legalmente construida.
En los últimos doce años los precios de las tierras han aumentado
más de seis veces en 24 de los 32 barrios suburbanos y satélites.
De manera que gran parte de las personas que residen allí
deben reubicarse en barrios más humildes
Al mismo tiempo, a 1.670 metros del nivel del mar, Nairobi se cuela en los rankins de la innovación tecnológica para postularse como el san Francisco africano. Desde hace una década la ciudad se ha ganado el sobrenombre de Silicon Savannah por contar con un nutrido ecosistema empresarial y centros de incubación como el iHub –que desde 2010 ha creado más de 170 empresas emergentes del sector– y haber atraído el interés de grandes multinacionales i emprendedores como el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg. Mientras esto ocurre, en Kilimani, el barrio en el que se encuentra el edificio y que aspira a convertirse en el nuevo centro financiero, arrasa la burbuja inmobiliaria y la gentrificación.
Según The Economist, en los últimos doce años los precios de las tierras han aumentado más de seis veces en 24 de los 32 barrios suburbanos y satélites. De manera que gran parte de las personas que residen allí deben reubicarse en barrios más humildes como el emblemático Buruburu, viendo de reojo cómo, a los baluartes de la pobreza, máquinas excavadoras se abren paso menospreciando las humildes casas de chapa y barro y las vidas que las habitan, sin ofrecer alternativas. La inversión en infraestructuras que descongestionen el tráfico será crucial para posibilitar el desarrollo y la operatividad de la capital, dicen los responsables de las políticas públicas u organismos internacionales como ONU Habitat –, con sede en la ciudad.
En Nairobi, los derechos a una vivienda y una vida digna parecen directamente proporcionales al estatus social. No es casual, tal como explica un informe sobre riqueza en las ciudades africanas elaborado el año 2016 por la consultora Knight Frank Research, que sea la capital africana con más metros cuadrados destinados a la construcción de centros comerciales como el Junction Mall. El capitalismo desenfrenado ha enraizado magistralmente, haciendo de los espacios cerrados y excluyentes la metáfora de un espacio urbano socialmente degradado. Un siglo después de aquella zonificación racista de «zonas nativas», una minoría continúa dominando la ciudad amparada por la ley.
En la periferia, y mientras la miseria se sigue recrudeciendo para la descendencia de dos o tres generaciones posteriores a aquellas personas que un día dejaron atrás la vida rural, la esperanza florece a golpe de becas educativas, ayudas a proyectos de apoyo a las mujeres o la filantropía de instituciones y ONG en un tímido intento por difuminar el socavón estructural que sigue latente en esta, como en otras tantas, metrópolis africanas.
Este artículo ha sido publicado originalmente en el suplemento de la Mostra de Cinema Africà de CineBaix, publicado con el número 477 de la ‘Directa’.
Foto de portada: Mkimemia
Foto Nairobi nocturna: Nbi101
Foto Kibera: Ninara