La amenaza del coronavirus no frena la escalada de violencia en el país

¿Libia, en caída libre?

En diversos escenarios de conflicto en todo el mundo actores armados han acogido el llamamiento del secretario general de la ONU para decretar un cese el fuego que permita concentrar todos los esfuerzos en la contención del coronavirus. La interpelación de António Guterres ha tenido eco en latitudes tan diversas como Colombia, Tailandia, Filipinas, Yemen o en varios contextos del África subsahariana, pero no en Libia. Muy por el contrario, en el país norteafricano se ha observado una intensificación de la violencia. Las partes contendientes parecen estar aprovechando que la atención internacional está centrada en la pandemia para avanzar posiciones y objetivos. Las novedades son alarmantes porque no solo apuntan a una persistencia de ataques y enfrentamientos, sino también de acciones que vulneran el derecho internacional humanitario y que afectan las posibilidades de frenar la enfermedad, como ataques a hospitales y cortes en el suministro de agua potable que estarían afectando a dos millones de personas en la capital, Trípoli.

Lamentablemente, esta evolución reciente del conflicto armado en Libia no es una sorpresa teniendo en cuenta que los actores en disputa vienen desoyendo sucesivos llamamientos a un cese el fuego. La violencia en el país, de hecho, se ha intensificado de manera significativa en el último año, en gran medida debido a las consecuencias de la ofensiva sobre Trípoli lanzada por el general Khalifa Hifter y su grupo armado –el Ejército Nacional de Libia (LNA, por sus siglas en inglés)– y a una mayor implicación de actores foráneos que han proyectado sus intereses en la contienda, y que no han dudado en vulnerar una y otra vez el embargo de armas impuesto al país. Estas dinámicas han bloqueado las iniciativas de paz y han propiciado un incremento de las víctimas mortales del conflicto. El centro de investigación ACLED contabilizó 2.064 personas fallecidas a causa de la violencia en 2019, casi el doble de las registradas en 2018. Hace unos días la misión de la ONU en Libia, UNSMIL, alertaba del deterioro de la situación en el último año, en el que se han documentado 685 víctimas civiles –365 muertes y 329 personas heridas–, además del desplazamiento forzado de unas 150.000 personas en torno a Trípoli. Otras 750.000 viven en áreas afectadas por las hostilidades y casi un millón necesita ayuda humanitaria. En paralelo, se han incrementado exponencialmente las denuncias de abusos a los derechos humanos, incluyendo torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales por parte de actores armados en todo el país, en un contexto de persistente impunidad. La violencia ha prosperado en medio de la división política e institucional, la fragmentación territorial y la proliferación de grupos armados que ha caracterizado la era pos-Gaddafi.

Interferencias foráneas

El 4 de abril se cumplió un año de la operación de LNA sobre Trípoli, que precipitó la última escalada de violencia en el país. Entonces António Guterres se encontraba en Libia y Hifter ni siquiera esperó que culminara su visita para lanzar su campaña sobre la capital desde su feudo en la zona oriental del país. En los meses siguientes el Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) del primer ministro Fayez Serraj –reconocido por la ONU y que controla un área muy limitada del país apoyándose en diversos grupos armados–, logró frenar la ofensiva de Hifter, pero no forzar un repliegue, por lo que los combates han persistido en torno a la ciudad y en otros puntos del país. La apuesta de los actores libios por la confrontación armada se ha visto favorecida por los apoyos externos –técnico, logístico, militar– que han recibido de numerosos terceros Estados. Unos respaldos alentados por una combinación de factores geopolíticos, ideológicos y también económicos, teniendo en cuenta los recursos del país norteafricano y los intereses en futuros proyectos de reconstrucción.

Países como Egipto, Jordania, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita y Rusia
se han alineado con Hifter, mientras que Turquía y Qatar han comprometido su apoyo
al GNA. Las divisiones en la UE han quedado patentes también en el caso de Libia.

Países como Egipto, Jordania, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita y Rusia se han alineado con Hifter, mientras que Turquía y Qatar han comprometido su apoyo al GNA. Las divisiones en la UE han quedado patentes también en el caso de Libia. Francia ha exhibido una posición cada vez más abiertamente favorable a Hifter. Italia se ha mostrado más próxima al GNA de Serraj, con el que ha suscrito polémicos acuerdos para la repatriación de personas migrantes y refugiadas interceptadas en la ruta central del Mediterráneo. Alemania ha intentado –hasta ahora sin éxito– liderar un nuevo marco para una negociación. EEUU ha mantenido una posición errática, sobre todo respecto a Hifter –nada nuevo en la era Trump–, sin dejar de intervenir directamente en el país a través de ataques aéreos contra presuntas posiciones de al-Qaeda e ISIS.

En este contexto, hacia finales de 2019 se informó del arribo de asistentes militares rusos para reforzar la campaña de Hifter y de mercenarios sudaneses para apoyar al GNA. También se anunció la firma de un polémico pacto de seguridad y de jurisdicciones marítimas recíprocas entre el GNA y Turquía –que alentó una airada reacción de países como Egipto o Grecia–, paso previo a la autorización para el envío de tropas turcas a Libia. En 2020 Ankara acabó enviando a expertos militares y a 2.000 combatientes de la oposición siria a Trípoli. En las últimas semanas, en tanto, se ha confirmado el acercamiento entre Hifter y el régimen de Damasco. El enviado especial de la ONU, Ghassan Salame –que dimitió en marzo criticando la falta de cooperación internacional para abordar la crisis libia– advertía a finales de 2019 sobre los riesgos de la interferencia extranjera en el país, evidente en la creciente presencia de mercenarios y compañías militares privadas, la expansión del fuego de artillería a zonas pobladas y el creciente uso de fuego aéreo en el conflicto. Solo entre abril y noviembre la UNSMIL había contabilizado más de un millar de ataques con aviones no tripulados, que necesariamente requirieron de apoyos externos.

Bloqueo a iniciativas de paz

El recrudecimiento de la violencia y la creciente internacionalización del conflicto también ha desbaratado las iniciativas para una salida política al conflicto. La ofensiva de Hifter sobre Trípoli afectó la implementación de un ya frágil e incierto plan de la ONU para Libia que, entre otras medidas, contemplaba una conferencia nacional a principios de 2019 que nunca llegó a celebrarse. A finales del año pasado Salame denunciaba que el embargo de armas se había transgredido en al menos 45 ocasiones desde abril, que las divisiones en el Consejo de Seguridad de la ONU habían impedido la aprobación de un cese el fuego pese a que el tema había sido discutido en al menos 15 oportunidades, y que las interferencias de potencias foráneas se habían convertido en el principal obstáculo para la paz en el país.

No ha habido alto el fuego, no se han cumplido
las promesas de frenar el apoyo a los bandos enfrentados
y los flujos de armas han continuado.

A principios de 2020, Turquía y Rusia intentaron entablar un canal de negociación paralelo –emulando al “proceso de Astaná” que han puesto en marcha para el conflicto en Siria, donde también se ubican en bandos enfrentados–, pero fracasaron en el establecimiento de un alto el fuego. La Cumbre de Berlín que a finales de enero reunió a 12 países, la ONU, la UA y la Liga Árabe, pero no directamente a los principales protagonistas del conflicto –alentando reminiscencias de la reunión que en 1884 decidió el reparto de África, como apuntaba Ruth Ferrero–, no consiguió cambiar el curso de las hostilidades. Tampoco las posteriores conversaciones entre representantes del GNA y el LNA –rebautizado Fuerzas Armadas Árabes de Libia (ALAF)– en Ginebra, ni la aprobación de la primera resolución del Consejo de Seguridad de la ONU sobre el conflicto desde 2019. No ha habido alto el fuego, no se han cumplido las promesas de frenar el apoyo a los bandos enfrentados y los flujos de armas han continuado. La UE ha anunciado una nueva operación (“Irini”) para vigilar el cumplimiento del embargo, pero algunas voces han planteado dudas sobre su efectividad, por centrar sus acciones en el ámbito naval y no en las posibles transferencias de armas por vía terrestre. Mientras tanto, la “guerra ignorada” en Libia –en palabras de Tarek Megerisi– agudiza los padecimientos de la población civil y de los miles de migrantes y refugiados atrapados en el país, enfrentados ahora al reto de una pandemia que podría causar aún más estragos.

 

Autora: Pamela Urrutia Arestizábal, investigadora de la Escola de Cultura de Pau (UAB)

Foto: Nasa Earth Observatory

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