Retos y riesgos a una década de las revueltas en el norte de África y Oriente Medio

¿Una primavera por venir?

El 17 de diciembre de 2020 se cumplieron diez años desde que el joven vendedor ambulante Mohamed Bouazizi se inmolara en Sidi Bouzid, una de las zonas económicamente más deprimidas del interior de Túnez. Una década desde que esta acción de protesta se convirtiera en símbolo de hartazgo yen detonante de movilizaciones populares masivas para denunciar la injusticia social, corrupción, desigualdades, restricción de libertades y falta de oportunidades en numerosos países del norte de África y Oriente Medio. El fenómeno se expandió entonces a gran velocidad, poniendo en entredicho a buena parte de los regímenes autoritarios de la región, y en poco tiempo cambió la fisonomía de la zona. Pese a las singularidades de cada contexto, las revueltas de la denominada “Primavera Árabe” evidenciaron que los agravios se asentaban en un caldo de cultivo común: crisis de legitimidad y ausencia de instituciones representativas, poblaciones jóvenes frustradas y carentes de expectativas, concentración del poder, nepotismo, impunidad… Los aparentemente intocables gobiernos de la región intentaron sortear las revueltas con una combinación de incentivos y represión –la ya clásica estrategia del palo y la zanahoria–, aunque con resultados desiguales. Algunos gobernantes cayeron en menos de un año, después de décadas en el poder –Ben Alí en Túnez, Mubarak en Egipto, Gaddafi en Libia, Saleh en Yemen–; se iniciaron transiciones accidentadas y de evolución dispar –la experiencia yemení descarriló en menos de tres años, la de Túnez sigue siendo la más prometedora de la región– y algunos contextos desembocaron en conflictos armados de una creciente complejidad, debido a la proliferación de grupos armados, la proyección de intereses foráneos y la implicación abierta o velada de numerosos actores regionales e internacionales –como ilustran los casos de Yemen, Siria o Libia.

(CC – Flickr – D.I.Y. Music)

El tiempo transcurrido aún es breve para valorar el impacto histórico de un fenómeno de la magnitud de las revueltas. A corto plazo, sin embargo, una década ofrece perspectiva suficiente para identificar una serie de retos y riesgos, que obligan a encender las alarmas por su potencial desestabilizador para la región. Aunque podrían considerarse un sinnúmero de factores, más o menos relevantes según los diferentes contextos, este análisis se centra en tres aspectos clave. En primer lugar, cabe constatar la persistencia de los agravios que motivaron las revueltas o, incluso, un deterioro de la situación en algunos aspectos. Diez años después, las tasas de desempleo juvenil de la región siguen siendo las más altas del mundo, un asunto preocupante considerando que dos tercios de la población de la región tiene menos de 30 años. Según la OIT, en 2020 los países árabes y del norte de África presentaban la menor tasa de participación de jóvenes en el mercado laboral, con tan solo un 27%. Los estándares de vida no han mejorado, sino que se han mantenido igual o han empeorado en muchos contextos, en especial en países como Siria o Yemen donde los indicadores socioeconómicos se han precipitado tras años de conflicto y violencia. Además, la región norte de África y Oriente Medio sigue siendo percibida como altamente corrupta según índices internacionales como los de Transparency International y los escasos avances promovidos por la sociedad civil se han visto bloqueados ante la aplicación de medidas de emergencia en el contexto de la COVID-19. Encuestas en varios países de la región han arrojado que amplios sectores de la población consideran que su situación es peor que antes de las revueltas y que la brecha entre ricos y pobres se ha ensanchado en la última década.

Esta continuidad en los agravios explica en parte la nueva oleada de revueltas que sacudió a la región en 2019, con masivas movilizaciones en Argelia, Iraq, Líbano, y también en Sudán, países que no habían vivido protestas intensas a principios de la década y en los que, en esta ocasión, los gobernantes de turno también se vieron obligados a dejar el poder. Sin embargo, como apunta Georges Fahmi, las personas movilizadas en 2019 ya habían aprendido varias lecciones de la primera oleada revolucionaria, entre ellas que la caída de la cabeza del régimen no equivale a un cambio de sistema. Por eso, persistieron en sus protestas hasta que la pandemia obligó a frenar las demostraciones públicas de rechazo a las élites y al poder. Estas nuevas movilizaciones desafiaron a quienes daban por extinto el proceso de revueltas y reforzaron los análisis que apuntan a que la contestación en la zona continuará o cobrará nuevos bríos ante la persistente erosión del contrato social y el profundo sentimiento de injusticia que pervive en la región, a los que ahora se añaden las severas consecuencias económicas de la pandemia.

A la persistencia de los agravios se suma un segundo factor, calificado con distintos apelativos, pero que coinciden en señalar una intensificación/refuerzo y/o retorno/reconfiguración del autoritarismo en la región. Diversos análisis coinciden en que ante el cuestionamiento de su poder, los regímenes de la región han reforzado sus estructuras represivas, en parte gracias al apoyo de actores como Arabia Saudita o Emiratos Árabes Unidos, adalides de las fuerzas contrarrevolucionarias. Egipto se ha convertido en un caso ilustrativo de esta tendencia, ya que tras el golpe de Estado contra el gobierno de los Hermanos Musulmanes –punto de inflexión para el islamismo en la región–, el régimen militar ha intensificado la persecución de la disidencia de todo el arco político y ha blindado su poder, mientras que el panorama de restricciones de libertades y vulneraciones a los derechos humanos es considerado peor al que existía en la época de Mubarak. La brutal represión a la disidencia también ha sido clave en la estrategia de supervivencia del régimen sirio. A nivel regional, y a excepción de Túnez, los indicadores sobre derechos políticos y libertades civiles se han deteriorado, al igual que la situación de la libertad de prensa, con un mayor número de periodistas encarcelados por cuestiones relativas al desempeño de su profesión. Sondeos de ArabBarometer confirman que la mayor parte de la población en la región sigue prefiriendo la democracia. No obstante, algunos análisis alertan sobre cierta “nostalgia” de gobernantes de mano dura en algunos contextos. En 2020 un estudio de opinión en varios países de la zona –Argelia, Líbano, Libia, Marruecos y Túnez– identificaba un alto apoyo a la figura de un líder fuerte y eficiente, aún a costa de no cumplir plenamente reglas o procedimientos o, incluso, obviando a los respectivos parlamentos. Incluso en Túnez analistas han identificado nostalgia por el antiguo régimen en algunos sectores de la población y han alertado también sobre el incremento de discursos populistas.

Un tercer factor de riesgo tiene que ver con complejidades derivadas de la evolución de los conflictos armados en la región, que han impuesto graves consecuencias de largo plazo y serios obstáculos para negociaciones e iniciativas para la transformación no violenta de las disputas. En este ámbito hay varios elementos a considerar. Por un lado, el gravísimo impacto de los conflictos armados en generaciones enteras de la región teniendo en cuenta los elevados niveles de letalidad, los impactos en términos de desplazamiento forzado y el efecto devastador de las crisis humanitarias. Libia, Siria y Yemen se sitúan entre las guerras de mayor intensidad a nivel mundial. Solo en Siria han muerto más de medio millón de personas en una década. Otras 250.000 habrían muerto en Yemen desde 2015 –más de la mitad por consecuencias indirectas del conflicto, como la falta de acceso a la salud o alimentos– y el país afronta la peor crisis humanitaria a nivel global. La mitad de la población de Siria se ha visto obligada a huir de sus hogares por la violencia, situando al país a la cabeza de los ránkings de población refugiada y desplazada interna a nivel mundial. La población civil ha sido objeto de ataques indiscriminados y deliberados por parte de diversos actores armados en un clima de impunidad, que sienta un peligroso precedente por las sistemáticas vulneraciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario.

A esto se suman las consecuencias de largo plazo derivadas de la proliferación de actores armados en la región y de la creciente implicación de actores regionales e internacionales en los conflictos, fenómenos que acrecientan su complejidad y dificultan su abordaje. En países como Siria, Yemen o Libia esta deriva ha agravado la debilidad institucional y ha acentuado la fragmentación del poder, convirtiendo a estos países en territorios divididos en diferentes zonas de influencia y control. En los tres casos, además, la evolución de las hostilidades se ve directamente influida por la implicación, competencia y proyección de intereses de actores foráneos, incluyendo Rusia, EEUU, Irán, Turquía, Arabia Saudita, EAU, Qatar, Egipto, entre otros. En este contexto, algunos análisis han subrayado que la región norte de África y Oriente Medio afronta un nivel de conflictos interrelacionados sin precedentes, con nuevas dinámicas de conflicto que se superponen y entrecruzan con conflictos preexistentes y que, en ocasiones, ocultan los catalizadores de conflicto originales. Esta tendencia se ha visto acentuada por la ausencia de mecanismos regionales e internacionales efectivos para la resolución y transformación de conflictos y constituye todo un reto para los actores e instituciones que buscan promover salidas pacíficas.

Pese al amargo balance de esta década tras las revueltas, diferentes voces dentro y fuera de la región insisten en reivindicar el proceso y su valor como punto de inflexión. En esta línea, destacan su valor simbólico al desafiar la idea de “excepcionalidad árabe” y la percepción de una región condenada al autoritarismo. A pesar de lo acontecido en los últimos años, en muchos países de la región una mayoría asegura no arrepentirse de las protestas de la Primavera Árabe. Las revueltas aún resuenan como una señal de inconformismo, no resignación y superación de las barreras del miedo. Como un reflejo de las profundas aspiraciones de los pueblos de la región a una vida digna. De hecho, diversos análisis subrayan que la dura respuesta represiva de los regímenes está anclada en el temor, la percepción de amenaza y la constatación de que las revueltas pueden volver a repetirse. Porque una vez ya sucedieron y pueden volver a ocurrir.

Autora: Pamela Urrutia Arestizábal

Fotografía de portada: D.I.Y. Music

El texto original formará parte del capítulo “Escenarios de riesgo para 2021” de la publicación Alerta 2021! Informe sobre conflictos, derechos humanos y construcción de paz de la Escola de Cultura de Paz, UAB.

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