Más allá del bien y del mal

La muerte del presidente de Ruanda provocó el inicio de la matanza. 26 años después el país vive una calma aparente

 

El jardinero del palacio presidencial oyó como se acercaba el avión mientras barría las hojas y podaba unos arbustos. Nada raro, un sonido habitual en su trabajo. El aeropuerto estaba cerca, el aparato aterrizaría en breve. Por el ruido del motor se intuía que era un aparato pequeño. Ni siquiera se molestó en levantar la cabeza.

Pero de repente, un silbido y al segundo siguiente una explosión. Y ahí sí, levantó la vista y vio como el avión explotaba en el aire y se precipitaba al suelo cayendo en los jardines del palacio. Los guardias de seguridad y personal de la casa salieron para ver qué había pasado, como era posible que el avión hubiese sido derribado por un misil. Alguien distinguió restos del fuselaje e identificó qué avión se había estrellado. El avión presidencial. El presidente de Ruanda, Juvénal Habyarimana había muerto en un atentado y los restos cayeron en su propio palacio. Era 6 de abril de 1994.

Ese instante fue la culminación de la ola de odio que llevaba más de cuatro años creciendo. El dique que contenía las palabras que incitaban a “matar a las cucarachas”, a “llenar las tumbas que aún están vacías” se rompió y una marea de hutus empezó a asesinar a miles de tutsis.

Durante los años precedentes a ese atentado la Radio Mille Collines había lanzado proclamas de odio. La sociedad ruandesa había visto cómo se repetía machaconamente la idea que los tutsis, que durante siglos habían ejercido el poder, querían recuperarlo, querían volver para exterminar a los hutus. Que Paul Kagame, formado militarmente en Estados Unidos se escondiese en Uganda dispuesto a recobrar el poder para exterminar a todos los hutus era el mensaje que se difundía a la población. Lo intentó en 1990, lo volvería a intentar en 1994.

La muerte del presidente Juvénal Habyarimana  (y su homólogo burundés, que viajaba en el mismo avión) fue un reactivo, el detonante para que los hutus empezaran a matar. El drama fue que la orden no la aplicó un grupo de soldados o el ejército. Fue la sociedad hutu en su conjunto la que obedeció ciegamente. Sin esa obediencia social el resultado no hubiese sido tan terrible.

El resultado es de sobras conocido. En tres meses, en apenas 100 días, una parte de la sociedad aplicó la pena de muerte a la otra, a vecinos, a compañeros de trabajo, al amigo que conocían, a la mujer tutsi casada con un hutu, al hombre tutsi casado con una hutu. Si no matabas a tu enemigo, eras uno de ellos y también merecías morir.

Un manto de muerte cubrió Ruanda en 1994. La cifra, incierta. Setecientos mil, un millón. Nunca se sabrá la cifra del horror. Cuando las tropas de Paul Kagame tomaron la capital, empezó el segundo gran infierno. Miles, millones de hutus huyeron del país, sobre todo a Congo. Si Kagame ya quería exterminarlos antes, ¿qué no haría ahora que habían ejecutado a miles de los suyos? Esos primeros días en los que Kagame tomó la capital, miles de hutus fueron asesinados. La cifra es incierta y podría haber sido mucho más elevada si Francia no hubiese protegido esa retirada.

Los años siguientes, las tropas ruandesas cruzaron la frontera con Congo para seguir la persecución o apoyaron milicias locales cuya finalidad era acabar con los refugiados hutus. Aunque el conflicto duró 100 días, las acciones posteriores duraron años.

Hoy el dictador Kagame sigue en Kigali. Está estrictamente prohibido hablar de razas, etnias. El país ha abandonado el uso del francés, (Francia sigue siendo el gran enemigo) y quiere unirse a la Commonwealth.

En una vuelta en coche por la capital vemos hoteles de las grandes cadenas hoteleras (Marriott, Radisson, Serena), coches de lujo, orden, pulcritud. Las calles que amontonaban cadáveres, son ahora lugares ordenados donde los conductores respetan los semáforos, apenas cometen infracciones y no usan el claxon, algo inaudito en otros lugares del continente africano.

Ruanda ha pasado en 26 años, del infierno del genocidio a convertirse en un país moderno. La injerencia en la República Democrática del Congo y la explotación de los recursos de su gigantesco vecino que no puede controlar su propio territorio han sido los dos elementos que convierten al régimen en un ser ambivalente que se presenta ante el mundo como un garante de la paz y a su vez se enorgullece de la represión política en el interior e incluso en el exterior cuando algún líder opositor ha sido asesinado en el exilio.

En el Memorial del Genocidio de Kigali, un paseo por el mismo nos muestra una visión parcial de la historia. El sufrimiento que padecieron los miles y miles de tutsis (espeluznante pared de calaveras e imágenes dantescas) contrasta con el olvido de los miles de hutus represaliados o en el exilio. El mensaje de paz y reconciliación queda diluido al no recoger el dolor de todos.

¿Qué sucedería si el régimen actual cayese? ¿volvería el caos, los disturbios, la muerte? El manto de tranquilidad que ahora cubre Ruanda puede esconder tensiones explosivas debajo suyo.

El palacio presidencial es hoy un lugar limpio, pulcro, las hojas se barren, los arbustos se podan. El jardinero hace su ronda y el orden aparente reina en el lugar y todos confían que lo único que caiga del cielo sea la lluvia y el sol.

 

Autor: Juan José Tarrés, autor del libro «El buen Dios» (Wanafrica Ediciones, 2019)

Fotografía: Memorial del Genocidio en Kigali (Ruanda) (Creative Commons)

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