La conferencia de Yalta no fue el primer encuentro entre los líderes del bando aliado en plena Segunda Guerra Mundial: el entonces presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, el líder soviético Iósif Stalin, y el Primer Ministro británico, Winston S. Churchill. Desde 1941 se sostuvieron reuniones y, en 1943, Casablanca y Teherán fueron sedes de importantes conferencias. A la de Yalta,celebrada del 4 al 11 de febrero de 1945, seguiría la de Potsdam (entre julio y agosto de ese año), en la cual hubo reemplazo, dada la muerte de Roosevelt y la derrota electoral de Churchill, con lo que de los grandes «jefes de la guerra» solo estuvo presente Stalin (junto al chino Chiang Kai-Shek). En todas las instancias, se negoció la forma de dirigir la guerra y, de Teherán, surgió la iniciativa del desembarco aliado en Normandía.
La importancia de Yalta
De Yalta, con el régimen nazi en avance inexorable hacia la derrota y Europa oriental, liberada por el ejército soviético, surgió la propuesta de desmilitarizar y dividir Alemania, con fines administrativos, en cuatro zonas, a cargo cada una de los próximos vencedores. Se pensaron reparaciones de guerra y un tribunal internacional para juzgar los delitos nazis, que serían los famosos juicios de Núremberg. Churchill y Roosevelt concedieron bastante a Stalin a cambio de su promesa de declarar la guerra a Japón. Además, se avanzó en la construcción de la Organización de las Naciones Unidas, fundada oficialmente en octubre de 1945.
La cuestión colonial fue considerada en Yalta, aunque no tuvo efectos sobre las colonias existentes. Se acordó que las cinco naciones que tendrían puestos permanentes en el Consejo de Seguridad (Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China) se consultarían antes de la Conferencia de las Naciones Unidas en relación al fideicomiso territorial; en otras palabras, los territorios bajo tutela. En la conferencia se los definió en categorías: antiguos mandatos de la Sociedad de Naciones, territorios arrebatados al enemigo (por el conflicto) y los que podían aceptar una tutela de forma voluntaria. Pero estas categorías excluyeron a las colonias (“territorios no autónomos”), las cuales se decidió que solo podían acceder a la autonomía. Se estipuló, en acuerdos posteriores, determinar cuáles serían los territorios que ingresarían dentro de esas tres tipificaciones.
A diferencia de lo ocurrido en febrero de 1945, en Potsdam, cercana a una Berlín aún en ruinas, la guerra había concluido y el ambiente no fue tan distendido como en los encuentros anteriores, pues afloraron las tensiones entre los victoriosos en la forma en que se repartirían una Europa arrasada por más de un lustro de guerra. Por ejemplo, Stalin decidió mantener Polonia bajo su control. Potsdam mostró el fracaso de Yalta, que la URSS era la única potencia europea y que sus ambiciones no tenían límite.
Desconfianza creciente
Francia, Gran Bretaña y Alemania, entre agotadas y devastadas tras los esfuerzos bélicos, habían sido en gran parte las naciones responsables del estallido de dos guerras mundiales. Sin embargo, desde 1945, Estados Unidos y la Unión Soviética se convirtieron en indiscutibles actores de primera línea en el escenario internacional. En otras palabras, la última fase de la Segunda Guerra Mundial prefiguró el inicio de la era de Guerra Fría, 45 años, una época mucho más duradera que los años de guerra “caliente” a nivel global. Si en Yalta los tres grandes beligerantes se habían comprometido a mantener la unidad en la paz como en la guerra, como una “sagrada obligación”, al poco tiempo ese compromiso se derrumbó.
Los años de entreguerra dejaron mucha desconfianza entre la Unión Soviética y sus aliados occidentales. Solo faltaba eliminar el enemigo común, Hitler, para que la enemistad se disparara entre ambos bandos. De modo que, a partir de 1945, una Europa destruida por la guerra, Asia turbulenta y el naciente nacionalismo africano resultaban tentadores para la infiltración comunista y elevaron el nivel de tensión.
La guerra derribó el mito de invencibilidad europea y minó el prestigio colonial. Mientras Gran Bretaña y Francia, pese a tener el orgullo nacional visiblemente golpeado, concebían que las colonias eran vitales para reponerse del duro golpe de la guerra y que su pérdida acarrearía más perjuicios, las dos superpotencias emergentes, la Unión Soviética y Estados Unidos, mostraron una postura anticolonial. Para la primera, el colonialismo era una forma de imposición capitalista, pese a que ocupó Europa oriental y otras regiones contiguas al territorio ruso. También para Moscú, la pérdida de colonias implicaba el anhelado debilitamiento de las potencias occidentales. Mientras para Washington, la posesión de territorios contradecía su propio pasado colonial (pese que, a mediados del siglo pasado, Estados Unidos conservaba territorios ultramarinos dispersos). Sin embargo, una corriente estadounidense planteó que el fin del colonialismo posibilitaría el avance comunista.
El rumbo inevitable fue el de una fuerte corriente de emancipación en el escaso tiempo de quince años (1945-1960)
Aceleración independentista
El desenlace de la Segunda Guerra Mundial puede pensarse como el comienzo de las independencias en Asia y África, con un hito previo, la Carta del Atlántico (1941). Algo tenían que dar a cambio las metrópolis por la participación de sus súbditos en la lucha contra el totalitarismo previa a 1945. Por ejemplo, la independencia de la India (1947), tras un experimento gradualista, marcó un importante antecedente en la liberación de países del “Tercer Mundo” y un paso importante en la disolución del imperio británico. Ciertas poblaciones de las posesiones coloniales de esa metrópoli en África tomaron nota de aquel avance liberador, al igual que tras el fin de la guerra de liberación contra Francia en Indochina (1954). También los motivos de descolonización fueron internos: élites africanas occidentalizadas comenzaron a presionar y/o negociar con las autoridades coloniales tendiendo, en varias oportunidades, al autogobierno. En otros casos, recurrieron a la vía de la resistencia y la lucha armada, como en Argelia.
En suma, con las presiones indicadas en las mentes de los gobernantes coloniales, Francia y Gran Bretaña desarrollaron una estrategia de “mejorar para conservar” sus imperios coloniales, con distintos resultados. Pero el rumbo inevitable fue el de una fuerte corriente de emancipación en el escaso tiempo de quince años (1945-1960).
Tomando en cuenta los antecedentes asiáticos descritos, en los años cincuenta, Libia dio el primero paso (1951). Luego, Conferencia de Bandung y crisis del Canal de Suez mediante, se dieron las independencias en Marruecos, Túnez y Sudán, en 1956; al año siguiente, en Costa de Oro (renombrada Ghana); y en 1958, Guinea Conakry dijo “no” en un referéndum por la permanencia en Francia. 1960 fue “el año de África” pues se emanciparon 17 naciones del continente, en su mayoría posesiones francesas. En cuanto a la mayor parte del África británica, se independizó en un tiempo bastante breve, entre la independencia de Ghana (1957) y la de la exRhodesia del Norte (actual Zambia), en 1964.
A partir de 1945, nació una nueva era en la que las potencias tradicionales de Europa pasaron a un segundo plano y África fue, durante la Guerra Fría, un área geoestratégica relevante e, indirectamente, campo de rivalidad entre las dos superpotencias. Los nuevos Estados independizados debieron elegir qué alineación tomar. Por un lado, con el correr de los años, surgieron regímenes de partido único en países africanos con apoyo soviético (Angola, Mozambique, Guinea Conakry, Benín, Etiopía); por el otro, países alineados al campo occidental, como la dictadura en Zaire y los regímenes supremacistas raciales de África austral. Otros países intentaron mantenerse en una posición de no alineamiento, como la Tanzania de Nyerere o el Egipto de Nasser.
Entre algunos ejemplos de choques “calientes” en África, se pueden mencionar Angola y Mozambique, dos países con los conflictos armados más duraderos del siglo pasado y con repercusiones en casi toda la zona sur del continente. Asimismo, el conflicto bipolar potenció la enemistad entre Marruecos y Argelia, causal de una guerra abierta en 1963 y conflictos posteriores que llegan al presente.