Refugio e inseguridad alimentaria en África: más anticipación y menos reacción

Los análisis sobre las consecuencias del impacto de la COVID-19 se multiplican, con la única certeza compartida que los escenarios que se abren no son buenos. Especialmente preocupante será su impacto entre los colectivos más vulnerables, principalmente en aquellos países inmersos en crisis humanitarias que arrastran desde hace años y que verán expuestos, con más crudeza si cabe, las dificultades para hacer frente a una crisis que expone sus limitaciones y carencias.

Recientemente la FAO y el PMA han identificado a 27 países en todo el mundo, una buena mayoría africanos, que están en primera línea de los países más afectados por crisis de inseguridad alimentarias. Estos países “en riesgo” se enfrentan a un deterioro significativo de la seguridad alimentaria en los próximos meses. Si en escenario pre-pandemia se calculaba que cerca de 150 millones de personas padecían inseguridad alimentaria aguda en todo el mundo, el escenario post-COVID-19 para final de año lo eleva, al menos, a 270 millones. Si ampliamos el radio a población subalimentada estas cifras se elevan a 690 millones en todo el mundo, un 8,9% de la población mundial. Todas las regiones mundiales se verán afectadas. También África: Burkina Faso, Camerún, Liberia Malí, Níger, Nigeria, República Democrática del Congo, Mozambique, Sierra Leona, Somalia, Sudán del Sur, Zimbabue, etc. Ya lo resumió perfectamente el Estado de la seguridad alimentaria en el mundo 2020  “más allá del hambre, un número cada vez mayor de personas se han visto obligadas a reducir la calidad de los alimentos que consumen, o la cantidad de estos”. Y si hay un colectivo vulnerable que está sufriendo estas carestías en África son las personas refugiadas y desplazadas internamente (IDPs).

Pocas semanas después de “oficializarse” la pandemia a escala global, el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, pidió a los actores gubernamentales y no gubernamentales que eran parte activa en conflictos en todo el mundo que accedieran a una tregua, temporal, humanitaria, con el fin de priorizar lo urgente, la crisis sanitaria. En esta mismas páginas Iván Navarro analizó las consecuencias de este llamado haciendo un recorrido por algunos de los principales conflictos y crisis continentales. Mientras esta llamada caía en saco roto, el número de desplazados forzados en el continente seguía aumentando. El último informe anual de ACNUR confirma una mala tendencia de los últimos años: hoy hay más personas refugiadas, más IDPs que nunca.

Las personas refugiadas y desplazadas internas han crecido en todas las regiones del mundo: cerca de 80 millones de personas (un 1% de la población mundial) han tenido que abandonar sus hogares huyendo de la violencia, el conflicto y la vulneración de derechos. De estos, 26 millones son personas refugiadas y casi 46 millones desplazadas internas, lo que acentúa aún más su situación de vulnerabilidad y desatención por parte de la comunidad internacional. En el continente africano, se concentran algunos de los colectivos más populosos de personas refugiadas y de IDPs, con un crecimiento especialmente notable en la región del Cuerno de África y África Central. En el continente africano, ACNUR atiende unos 18 millones de personas, una cifra que se ha incrementado en los últimos años debido a las crisis abiertas en la República Centroafricana, Nigeria y Sudan Sur. También los conflictos en Burundi y Yemen (con algunos flujos menores de personas refugiadas que han llegado a países africanos) han significado un incremento de la población a la que atender. También en África se encuentran los grandes campos de personas refugiadas (aunque el más poblado sea actualmente Cox’s Bazaar en Bangladesh) y siete de los diez países con mayor número de IDPs en 2019 son africanos (Global Report on Internal Displacement 2019) . En la última década, eso sí, la situación de las personas refugiadas en África, cronificada y con alta vulnerabilidad, se ha visto velada por el incremento sustantivo de personas refugiadas en Oriente Medio y Asia.

Las personas refugiadas huyen de los conflictos en sus lugares de residencia, y buscan en sus desplazamientos la seguridad y respeto a los derechos y libertades que no encuentran allí. Este camino arduo no siempre es fácil, y no siempre la acogida en los países receptores es suficiente. Para muchos países de acogida de población refugiada, este colectivo de altamente vulnerables supone un mayor estrés en contextos con políticas sociales débiles o inexistentes. En este sentido, la colaboración y apoyo internacional para estas personas se entiende que es básica. Las dificultades de movilidad originadas por la pandemia de la COVID-19 ha evidenciado hasta que punto la población refugiada, tanto en campos como en ciudades, depende de la asistencia humanitaria internacional para no caer aún más en la vulnerabilidad.

Precisamente la pandemia ha venido a recordar los factores estresantes y preexistentes a los que se enfrentan buena parte de los gobiernos africanos. De modo similar, se conjugan y repiten patrones como la inseguridad, la inestabilidad política, los extremos climáticos, la subida del precio de la canasta básica, la existencia de plagas o la pervivencia de otras crisis sanitarias entre otros. Una de las regiones donde esta combinación ha provocado mayor desplazamiento forzado de personas es el Cuerno de África. En la región viven el 67% de personas refugiadas de todo el continente africano, y el 20% del total mundial. La mayoría proceden de Sudán del Sur, pero también Burundi, República Democrática del Congo, Eritrea, Somalia y Sudan. Con políticas abiertas para atender a las personas refugiadas, el reto de muchos países de la región está en estructurar sistemas de acogida propios, y promover el acceso normalizado de las personas refugiadas a los sistemas nacionales de salud, educación y protección social. Vale la pena fijarse en dos países de la región, donde los factores que se apuntaban con anterioridad dejan una foto dura de la movilidad forzosa: se trata de Somalia y Etiopía.

En Somalia, por ejemplo, las dos décadas de conflicto armado, junto con una sequía extrema y otros desastres naturales, ha dejado una cifra de más de 870.000 personas somalíes refugiadas en otros países del Cuerno de África (Kenya y Etiopia principalmente) y Yemen, y cerca de 2,1 millones de personas desplazadas internamente. Algunas personas somalíes llevan más de quince años viviendo en campos de personas refugiadas, con las limitaciones que ello implica para desarrollar una vida normal; y algunos han vuelto al país en procesos de retorno acompañado, con dificultades también para normalizar su incorporación a su país de origen.

En Etiopía, por su parte, es el segundo país africano que acoge a mayor número de personas refugiadas. Más de 900.000 personas refugiadas viven en el país, en su mayoría procedentes de Sudán del Sur, Somalia y Eritrea. A lo largo del país se encuentran 26 campos de personas refugiadas, que ofrecen servicios limitados a la población residente, y que dependen principalmente de la asistencia humanitaria internacional. En los últimos años, se han cerrado algunos campos, pero también se han desarrollado normas que facilitan el acceso de las personas refugiadas al mercado de trabajo etíope.

Responder a los desafíos que la inseguridad alimentaria genera sobre personas desplazadas internamente y refugiadas requiere de una acción urgente ampliada y coordinada. Las previsiones apuntan que el número de personas que experimenten hambre aguda en Somalia se triplique a finales de año. La combinación de inundaciones y los impactos de la plaga de langostas está disminuyendo drásticamente las cosechas y reduciendo el volumen de ganado. La situación es muy parecida en Etiopía.

La situación en ambos países no es ni mucho menos una excepción. Y si bien la situación continúa deteriorándose para todos, el desastre se agudiza para las personas refugiadas y IDPs que no disponen de recursos propios que amortigüen su caída, y que son altamente dependientes de una asistencia humanitaria que, en tiempos de COVID-19, ha tenido problemas serios para llegar a todos los sitios. Más de 3,2 millones de refugiados en África Oriental ya están recibiendo raciones reducidas debido a la falta de fondos de asistencia humanitaria (lo que ocurre sistemáticamente desde hace años, como se ilustra en la figura de ACNUR de 2014). Se recurre a mecanismos de afrontamiento negativos, es decir, saltarse comidas o reducir porciones de comida. En casos extremos recurren a los matrimonios forzados, el sexo transaccional o la mendicidad. Al agravamiento de los niveles de desnutrición agudos y medios, hay que sumar las consecuencias que ello implica: retraso en los niveles de crecimiento de los menores, anemia, malnutrición, diabetes, enfermedades cardiovasculares, etc. Todo esto, además, en un contexto donde ha habido restricciones de movilidad intraurbana e intraestatal interrumpiendo severamente las oportunidades de subsistencia y trabajo (aunque fuera irregular) de las personas refugiadas.

Las limitaciones en ingresos de los gobiernos han supuesto un freno evidente en los exiguos programas de protección social o de alimentación escolar, mayoritariamente financiados con fondos internacionales. Unos fondos que también se han visto afectados por el traslado de estos a combatir otras prioridades COVID-19.

La crisis de la COVID-19 que afecta directamente a las personas desplazadas en África puede tener un efecto boomerang sobre la propia estabilidad social y política de los países de la región, especialmente a aquellos con un número elevado de personas refugiadas acogidas o de IDPs. A la incertidumbre propia de los efectos sanitarios de una pandemia, se suma las restricciones a los desplazamientos, la limitación del acceso a los alimentos, la imposibilidad de acceder a un empleo o la posesión de tierras.

Las políticas que se adopten a nivel nacional y regional dependen en buena parte de tres factores: la propia evolución de la pandemia, los apoyos financieros externos y la adopción de aprendizajes adquiridos en anteriores crisis sanitarias. Un buen ejemplo de ello lo tenemos en África occidental que lleva años luchando cíclicamente a diferentes brotes del Ébola, donde han optado por actuar en la producción alimentaria -cosecha y ganado-, el control de los precios de los alimentos y el acceso a estos por parte de toda la población, protegiendo así los medios de subsistencia y reforzando los sistemas alimentarios locales.

Los sistemas de alerta temprana llevan meses alertando de un agravamiento de inseguridad alimentaria de las personas desplazadas. Tenemos la información, y tenemos recursos limitados para actuar. En general, con los informes de alerta temprana podemos hacer dos cosas: dejar que ocupen un lugar en las estanterías o hacer gobernanza mundial y actuar. Hasta la fecha, parece que han servido principalmente para lo primero: sería deseable que en el escenario que se abre con la COVID-19, sirvan para lo segundo.

 

Autoría: Sergio Maydeu Olivares, analista y consultor internacional; y Gemma Pinyol Jiménez, directora de Políticas Migratorias en Instrategies e investigadora asociada del GRITIM-UPF.

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